Se dio a conocer la cuarta edición del Barómetro del trabajo (junio 2020), estudio realizado por MORI y fundación FIEL, con el apoyo de la fundación FES. El estudio si bien contiene preocupantes datos sobre la insuficiencia de las medidas de ayuda del gobierno, profundización de la desigualdad y desprotección en tiempos de pandemia, contiene también información relevante para los trabajadores, de cara a la legitimidad de los actores sociales para la discusión de las medidas sociales, políticas y económicas que se pretendan adoptar post crisis: Los sindicatos son la quinta institución (de un listado de 16) en la que más confían los trabajadores y trabajadoras y 67% cree que los sindicatos son igual o más indispensables en tiempos de pandemia.

Estas cifras contradicen categóricamente la visión que excluye al sindicalismo en el ámbito del trabajo y como sujeto político fundamental para la democracia, tal como ha ocurrido en la discusión de las medidas gubernamentales adoptadas para enfrentar la pandemia. Es sabido que desde los 80’ el neoliberalismo iniciado por la era Reagan/Thatcher deslegitimó e hizo desmoronar los conceptos hasta entonces tan sólidos de «público» y «social», alterando de forma radical la correlación de fuerzas entre política y mercado (Baylos 2010). Desde entonces, de forma menos explícita en algunos lugares del mundo (socialdemocracias europeas) y mucho más explícita en otros (países latinoamericanos), el discurso político predominante y las políticas públicas han pretendido deslegitimar al sindicato, intentando excluirlo primeramente de las definiciones estratégicas de la empresa, para luego vetarlo en la discusión política. Esa estrategia ha abarcado diversas formas, desde golpes militares, reformas laborales, hasta definiciones editoriales y comunicacionales promovidas por los dueños del capital (que lo son también de los medios tradicionales y masivos de comunicación).

En Chile, dicha estrategia se inició con el golpe militar, con asesinatos y graves violaciones a los derechos humanos cometidos por los militares en contra de dirigentes y dirigentas sindicales. Sin embargo, la dictadura no sólo desplegó toda su brutalidad inicial contra el sindicalismo, sino que además cuando hacia 1977 y 1978 se reconstituyeron las primeras siete federaciones sindicales, el régimen militar las disolvió, confiscó sus bienes y encarceló a sus dirigentes. Finalmente, la adopción de un Plan Laboral antisindical que impidiera al sindicalismo ser sujeto político y un “arma efectiva” para alterar la distribución de los frutos del trabajo (en palabras de su creador Jose Piñera) fue la guinda neoliberal de la dictadura contra la organización colectiva.

En democracia, y a pesar de las promesas contenidas desde el primer programa de gobierno de los partidos de la concertación, la estrategia hacia el sindicalismo no cambió sustantivamente. Si bien se realizaron reformas legales (2001) y se adoptaron convenios internacionales (87 y 98 de la OIT) que pretendieron dar mayor protección y valor al sindicato, los alcances no reconfiguraron su rol e incidencia en la gobernanza de las relaciones laborales ni en la discusión política, todo lo cual siguió y sigue siendo condicionado por las reglas constitucionales y legales del Plan Laboral de la dictadura. La Reforma Laboral de Bachelet II si bien pretendió alejarse de esta estrategia, sus pretensiones terminaron siendo limitadas por la falta de convicción de algunos sectores gobernantes y por un Tribunal Constitucional que actuó en defensa de los idearios de la derecha que pidió su intervención.

Por cierto el Gobierno actual ha seguido con la estrategia que excluye al sindicalismo en el ámbito del trabajo y como sujeto político fundamental para la democracia. Todas sus iniciativas (mesas “sindicales” sin actores representativos, menosprecio de instancias tripartitas como el Consejo Superior Laboral y proyectos de ley que la FIEL ha denominado Plan Laboral 2.0.) siguen el mismo derrotero, aunque el discurso público ahora es menos “politizado” que el de la dictadura, ya que esta vez se le imputa al sindicato ser una estructura anquilosada incapaz de adaptarse a la transformación del mundo del trabajo que está provocando la tecnología. Para que decir la nula participación que se le ha dado al Sindicato en el marco de las políticas adoptadas para afrontar la pandemia, lo que tiene al Gobierno y al gran empresariado con una nula valoración social: 72% sostiene que las ayudas del gobierno han sido insuficiente y 73% que los empresarios han hecho poco o ningún esfuerzo para proteger los puestos de trabajo (Barómetro del trabajo junio 2020)

En este contexto institucional tan adverso para el “viejo y añejo” Sindicalismo, ¿cómo explicamos entonces las cifras del Barómetro del trabajo sobre el sindicato?. A nuestro entender, al menos dos razones explican esa percepción del 88% que se autoclasifica como clase trabajadora. Una, la fuerza simbólica que tiene el sindicato en nuestra sociedad. En efecto, nuestro movimiento sindical cuenta a su haber con una tradición ininterrumpida (en dictadura jugó un papel relevante de confrontación al régimen militar) de representación de los intereses sociales y políticos de las clases populares, más allá de aquellas solamente laborales (Campero 1991). La segunda, ya que en crisis como las que actualmente se viven en el mundo, con fuertes golpes al trabajo asalariado, el sindicato actúa como una especie de primera línea de contención de los abusos laborales y de solidaridad y colaboración mutua con sus asociados.

En ese contexto, no es de extrañar que los sindicatos sean la quinta institución (de un listado de 16) en la que más confían los trabajadores y trabajadoras y que el 67% crea que los sindicatos son igual o más indispensables en tiempos de pandemia. Si bien son cifras positivas para el mundo sindical, las mismas imponen una responsabilidad gigantesca al sindicalismo, pues es evidente que la crisis sanitaria profundizará fenómenos que ya se venían sucediendo en las relaciones laborales, que presionan fuertemente hacia la informalidad y la precariedad de los trabajadores y trabajadoras. En un país con tasas de informalidad del 41%, de sindicalización cercanas al 20% y con una cobertura de los contratos colectivos a penas del 12% (OIT 2016), urge reconfigurar el rol e influencia de la organización colectiva. Los trabajadores tenemos una oportunidad en los marcos de una Nueva Constitución que sigue siendo ciudadanamente prioritaria (78% según el Barómetro).

Pablo Zenteno, abogado y coordinador de Diálogo Social y Tripartismo de FIEL.

Foto y publicación: La Voz De Los Que Sobran

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